Diario La Capital, Miércoles 28 de Marzo de 2012

Suturar el pasado

La Argentina emerge al siglo XXI con un rasgo diferencial altamente positivo respecto al resto de países de la región.

Por Rubén Chababo (*)

La Argentina emerge al siglo XXI con un rasgo diferencial altamente positivo respecto al resto de países de la región. Con la excepción de Chile, que ha logrado sostener una política de enjuiciamiento a los responsables de delitos de lesa humanidad cometidos bajo la dictadura de Pinochet, el resto de las naciones latinoamericanas ha optado por políticas retardatorias para el accionar de la Justicia. Ese rasgo diferencial ubica modélicamente a ambas naciones y las distancia del resto que no han logrado de manera efectiva y sostenida hacer un balance judicial de sus respectivos pasados autoritarios.

Una de las consecuencias altamente satisfactorias es la posibilidad que brindan estas escenas jurídicas de asomarse a sus pasados a través de la iluminación de la Ley. Las audiencias en las que querellantes, testigos y acusados despliegan sus recuerdos y opiniones acerca de ese pretérito, permiten diseñar en tiempo presente las características que asumió aquel tiempo histórico y los efectos que ha tenido para las diferentes tramas sociales.

En las sociedades post genocidas, los juicios tienen la capacidad simbólica y a la vez real de crear territorios de certezas, ayudan a delimitar con claridad qué es lo que cada sociedad admite como tolerable, al tiempo que proyectan mensajes advirtiendo de las consecuencias que tendrá la comisión del mismo delito en el futuro. Frente a un mundo que se ha desmoronado y frente al avance implacable del tiempo, las escenas jurídicas aparecen como uno de los pocos territorios a los que las víctimas y sobrevivientes pueden aferrarse. Fuera de los Tribunales, sólo existen los espacios de memoralización para reparar simbólicamente lo que fue dañado, espacios que lógicamente no alcanzan nunca a enmendar lo que la violencia dañó. La voz de la Ley, en cambio, en tanto es enunciada desde la autoridad y la legitimidad misma del Estado, no devuelve la vida a los muertos ni restaña completamente los daños morales, pero posee una intención y una fuerza reparatoria que difícilmente otras instancias puedan igualar. De allí que el trabajo de la acción jurídica posea siempre una fuerza lumínica que difícilmente pueda ser opacada: cuando es la Ley de un Estado de derecho la que hace escuchar su veredicto en la voz de sus magistrados, no solamente las víctimas alcanzan sosiego sino también la sociedad en las que esas víctimas padecieron la ofensa, ya hayan sido cometidas esas ofensas en tiempo presente o en lejanos pretéritos. En definitiva, lo que está en juego en juicios de estas características, es la capacidad de una comunidad política para juzgar los crímenes que fue incapaz de evitar al tiempo que la voluntad de reparar retrospectivamente a las víctimas que esa misma comunidad no quiso o no pudo proteger.

Alguna vez Oscar Terán señaló que el verdadero ideal de memoria consistía, no en traer el pasado al presente sino en hacer el intento de suturar "aquel hilo de sentido brutalmente cortado por lo injusto". De ese modo, cada uno de los Tribunales establecidos a lo largo y lo ancho del país para el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad, cumple cabalmente con ese mandato. Un hilo de sentido que comenzó a desplegarse en las temblorosas madrugadas de 1985 con el ya emblemático Juicio a las Juntas y que recién ahora, casi tres décadas después, reinicia el trabajo necesario e indispensable de la sutura.

(*) Director del Museo de la Memoria de Rosario

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