“Yo misma he asistido dos partos”
Nélida Elena Balaris, ex partera del Hospital Militar, relató ante el tribunal cómo la obligaron a asistir a mujeres tabicadas mientras se desempeñaba en el hospital dependiente del Ejército. Ya había declarado ante la Conadep lo que había vivido junto a un grupo de compañeras.
Señalización del Equipo de Antropología Forense donde funcionó una maternidad clandestina en el Campito. Imagen: Rafael YohaiDiario Página|12 - 29/06/2011
Por Alejandra Dandan
A poco de arrancar la audiencia, le preguntaron si había visto a embarazadas o supo de partos de personas detenidas. Nélida Elena Balaris dijo rápidamente que sí. “Yo misma he asistido dos partos de esas pacientes; uno en el mismo hospital, o sea, le voy a relatar auténticamente cómo fueron mis registros, que están escritos en el Nunca Más, porque voluntariamente fui a declarar a la Conadep, porque cuando nos enteramos de las cosas que habían ocurrido ninguno se sintió responsable de semejante situación.”
Pasaron más de treinta años de la declaración ante la Conadep. Balaris pasó de ser una de las obstetras civiles del Hospital Militar de Campo de Mayo, a irse con un retiro voluntario en democracia apuntalada por el jefe militar de Ginecología, que llegó a advertirle que si hablaba iba a terminar mirando las margaritas desde abajo. La obstetra ahora es licenciada, dirige una escuela de enfermeras y se cree lejos de ese infierno al que cada tanto sin embargo vuelve, en el marco de las causas judiciales que aún siguen buscando datos. “¡Ay... Dios!”, se la escuchó resoplar en un momento, pegada al micrófono, durante la audiencia de robo de bebés. Las querellas le pasaban copias del Libro de Partos que ella leía y releía, buscando cualquier pista, una firma, un dato que sirva aún en el presente.
Los partos
“El primer parto no fue tan terrible”, arrancó. “Era una mujer mayor, estaba con la doctora Petrillo, con un militar adentro de la sala de partos. Me llaman a mí, era un parto expulsivo, la mujer estaba con los ojos vendados, pero la situación más llamativa es que no manifestó ni dolor, ni angustia, ni nada: como si su cabeza estuviera en un lado y su cuerpo en otro.”
No es que no gritó, intentó explicar la obstetra. Y miró a la presidenta del Tribunal: “Usted es mujer y sabe que la mujer hace un grito, pero esta mujer, nada, nada”. Como las vendas no le dejaban verle los ojos, ese lugar del cuerpo capaz de transmitir algunas señales de la edad, Balaris nunca supo cuántos años tenía. Imaginó que poco más de cuarenta, pero le extrañaron la cantidad de canas en el pelo.
¿Cuándo fue?, le preguntó el fiscal Martín Niklison. Pero ella no se acordó: pudo ser a fines del 76 o comienzos del 77, pero “es muy difícil” recordar. Tampoco sabe si el bebé fue varón o mujer; sí que todo estuvo normal, que el parto se hizo en la Maternidad y que a la madre la llevaron enseguida a Epidemiología. O mejor, el lugar que todo el Hospital conocía cuando se decía “se la llevaron al Fondo”.
Epidemiología funcionó como área restringida después del golpe de Estado. Se supone que allí permanecieron las embarazadas de ese o de otros centros de exterminio hasta el momento de dar a luz. La obstetra entró seis o siete veces entre 1976, 1977 y algunos meses de 1978, siempre acompañada de algún guardia. Ahí estaban aquellos que el rumor hospitalario identificaba como “subversivos”, “sediciosos” o “NN”. Nunca pudo hablar con ninguna de las mujeres. Siempre las vio con los ojos vendados y custodiadas en el ingreso por algún uniformado. “Lo que nosotros hacíamos era ir a controlar los latidos”, explicó. “¿No tenían ningún diálogo con ellas?”, preguntó la presidenta del Tribunal, María del Carmen Roqueta. “Yo iba, auscultaba, tomaba la presión arterial y los latidos fetales, pero era cuestión de minutos, no nos quedábamos ahí, ni palpándolas, ni nada.”
Balaris está convencida de que pese a que la orden era ingresar sin las credenciales para que las parturientas no pudiesen, eventualmente, saber dónde estaban, ella siempre entró con las credenciales puestas. Que detrás de ella siempre estaba Julio César Caserotto, el jefe militar de Ginecología, el hombre que la amenazó años más tarde, y la misma persona que en el invierno de 1977 o 1978 la obligó a ir atender el segundo parto. “Una mañana viene y me dice que vaya a la Cárcel de Encausados y yo me niego. Entonces Caserotto me amenaza, me dice que el que dio la orden era el director del hospital y no me quedó alternativa: fui; me acompañaron una enfermera y un médico militar que, creo, era de traumatología”.
La cárcel estaba dentro de Campo de Mayo, a unos quince minutos del Hospital. A Balaris la subieron a la parte de atrás de una ambulancia, desde donde vio el recorrido. “Entraron la ambulancia –dijo–; había muchos militares, me llevaron a la enfermería de la cárcel, por lo menos eso parecía, tenía un botiquín, era una habitación con una cama, con una señora acostada con los ojos vendados.”
La mujer había empezado el trabajo de parto. “Entonces, imagínense –explicó–: yo, con muchísimos años menos, la examino y me doy cuenta de que el parto era inminente, que no se la puede trasladar. Les digo eso: que está en cuarto plano, que el chico está por nacer.”
La partera dice que ese fue el momento más traumático de su estadía. Empezó con el trabajo de parto rodeada por cuatro, cinco o seis militares. Era invierno. Para la época sabían que para atender un nacimiento en una cama tenía que atravesar a la mujer en el colchón. Tenía que buscar un modo de hacer palanca con algún espacio de su cuerpo. “Hacía mucho frío”, dijo. La cruzó. “Yo les avisé a los militares que iba a poner al bebé en la panza de la madre para que lo abrigara; se lo puse y le corté el cordón umbilical y creo que ella me miraba, porque la venda la tenía corrida, son cosas que a uno se le quedan en la mente.”
La chica era rubia. No era el primer hijo que tenía. La enfermera enseguida envolvió al niño con una manta y se lo llevó. Balaris terminó de sacarle la placenta, suturó. “Estuve en estado de estrés y cuando volví tuve un enfrentamiento con Caserotto muy severo, que me costó que me trasladaran a la guardia de los domingos.” En el hospital el enfrentamiento fue más que eso. No lo dijo en la audiencia. Pero en la desesperación, la partera agarró de los brazos a su jefe y lo rasguñó.
“Lo inentendible de todo eso –explicó– es ¿por qué a nosotros? ¿Por qué nos ponían a nosotros en estas situaciones si había obstetras militares?”
La Conadep
Balaris estaba en el Hospital Militar desde 1974, y siempre supo que iba a atender a militares y civiles autorizados. Con la apertura democrática, alguna parte del personal del Hospital recibió citaciones para presentarse en la Conadep. Ella fue con otras tres compañeras: Lorena Tasca, Margarita Allende y Silvia Cecilia Bonsignore de Petrillo. Antes de ir, le avisaron a Caserotto: “Nos dijeron que no, que no deberíamos ir y nos citaron del Comando Militar a un Tribunal parecido a este y ahí dijimos los motivos por los que queríamos declarar”. Ante el Tribunal, ella preguntó si no era cierto que Raúl Alfonsín era en ese momento el jefe de las Fuerzas Armadas. Le dijeron que sí. Y en esa lógica ellas encontraron la razón para convencer al Tribunal Militar de que tenían que ir a dar los datos.