Práctica habitual y cotidiana
La tortura fue abolida formalmente hace más de 200 años, pero así y todo no se logró evitar que siga siendo un delito casi tan común como el hurto de una bicicleta ni que aparezcan “teorizadores” que justifican el uso del tormento.
A pesar de su carácter delictivo, es una práctica que continúa realizándose.Diario El Ciudadano - 28/06/2012
Por Gabriel Ganón (Defensor Provincial Santa Fe)
Es necesario, aunque no suficiente, recordar que la práctica de la tortura, condenada unánimemente desde el siglo XVIII y abolida formalmente hace más de 200 años, no ha logrado evitar que la misma siga siendo un delito casi tan común como el hurto de una bicicleta, como así tampoco que diariamente aparezcan “teorizadores” prestos a “justificar” desde el empleo de la picana eléctrica hasta el exterminio masivo de distintos grupos étnicos, religiosos o social.
Aunque el paso de los años permitió la extensión formal de su aplicación judicial a todos los hombres, como siempre ocurre, muchos lograron –y lograrán– evitarla sólo porque la vulnerabilidad, como la riqueza ni se repartían ni se reparten equitativamente. Por eso no debe llamar la atención que ciertos sentidos interpretativos que se le han atribuido puedan mantenerse uniformes y vigentes.
Hasta aquí debería quedar claro, en primer lugar, que a través del tiempo y del espacio lo que ha dado significación a la tortura es, entre otras cosas, la realización de un acto violento por parte de un funcionario estatal que lo ejecuta con un fin sobre personas determinadas y generalmente vulnerables y, en segundo lugar, que por este motivo estos actos violentos jamás se practicaron ni se practican “sin sentido”, ni se toleraron ni toleran ingenuamente.
De esta manera, desde los funcionarios con responsabilidades políticas, como los encargados de investigarla, suelen afirmar que el hecho no existió. Los caminos que se recorren para negar la existencia de los hechos comienzan por afirmar que las víctimas no tienen rastros físicos en sus cuerpos que permitan acreditar los hechos. Todos sabemos que la existencia de rastros no es lo más común cuando se sabe que los métodos de tortura se han perfeccionado. ¿Qué rastros puede dejar la utilización del submarino seco o las amenazas de muerte a la víctima? Como se sabe, suele utilizarse como recurso alternativo atacar la objetividad, credibilidad o imparcialidad de la víctima.
A modo de ejemplo, los generadores de este discurso con numerosos recursos, introducen la idea de que sólo el ciudadano “sano” (no criminal) puede ser víctima de tortura. Así, las personas privadas de su libertad, que la padecen en cárceles y comisarías y que para el imaginario social no resultan inocentes, no podrían ser víctimas o la tortura sería parte del mismo castigo.
En un sentido similar, la última dictadura militar desconocía la desaparición forzada de personas, argumentando que los desaparecidos no existían porque, por ser eventuales “subversivos”, tranquilamente podían estar viviendo en el exterior, trabajando con falsas identidades, o quizás habrían sido asesinados por sus propios camaradas. En la actualidad es común decir que “…las víctimas tienen objetivos concretos con su denuncia, ya sea por mejorar su situación procesal, cobrar indemnización o bien desacreditar políticamente a la Policía o al servicio penitenciario”. Este procedimiento es cada vez menos utilizado porque se han ido construyendo suficientes elementos de prueba para contrarrestarlo.
En los últimos días, luego de la denuncia de los terribles hechos ocurridos en Florencia, en el norte provincial, todas estas situaciones parecen repetirse. En las últimas horas, algunos portales de noticias, han instalado la idea de que la única prueba existente contra los policías la constituyen las declaraciones de “peligrosos delincuentes” debido a que los rastros materiales de la tortura no existen.
Desde ámbitos judiciales han afirmado, de forma apresurada, que la utilización de picana no existió porque los peritos médicos no encontraron rastros visibles de ella. Es curioso que haya circulado semejante versión, porque cualquier lego en medicina forense sabe que la existencia de paso de corriente sólo puede ser probada luego de la extracción de una biopsia y que las conclusiones en el laboratorio determinen una contundencia específica.
En este caso, si los médicos afirmaron la inexistencia de paso de corriente sin haber efectuado la biopsia, o han faltado a la verdad o desconocen la ciencia que les compete.
Lamentablemente no sabemos cuál ha sido el caso, pero sí sabemos que por lo menos cinco personas han afirmado con contundencia haber sido víctimas de un grupo de policías de la comisaría de Florencia.
Todos ellos han construido un relato similar y concordante que, en términos probatorios, no permite llegar a otra conclusión que no sea dar a la práctica de la tortura por plenamente probada. Ninguna de estas personas tiene el suficiente capital cultural para poder construir un relato tan coincidente. Las víctimas del primer hecho denunciado son todas muy jóvenes y apenas saben escribir y leer.
Las otras dos víctimas no conocen a los otros denunciantes, pero efectuaron un relato de similares característica e identificaron a las mismas personas. ¿Puede alguien razonablemente creer que todo esto es una gran conspiración? Si algún individuo quiere introducir esta idea, es porque desconoce la realidad de lo ocurrido o porque tiene interés en proteger a los torturadores.
Párrafo aparte merece la actuación del Juez de la causa, Virgilio David Palud, que a pesar de contar con abundante prueba persiste en su voluntad de continuar negando los graves hechos que debería haber prevenido y castigar.
Sin embargo, su voluntad se contradice fuertemente no sólo con los hechos sino peor aún con su accionar durante la ocurrencia de los hechos.
Efectuamos esta grave afirmación porque el juez, en lugar de desarrollar su función, se convirtió en un actor comprometido con la violación de los derechos de las personas acusadas. Así, como un espectador legitimante, permitió que las víctimas fuesen detenidas, interrogadas e incomunicadas por el personal policial, en algunos casos hasta superar todos plazos legales.
Tanto el magistrado nombrado como el juez correccional de la ciudad de Reconquista Jorge Alberto Galbusera, cuando llegaron a su despacho tres jóvenes provenientes de la localidad de Florencia, demostraron que su única preocupación era hacer valer esas confesiones obtenidas en sede policial y que las mismas fuesen ratificadas aunque para eso fuese necesario que no se entrevistaran con su abogado defensor pese a haberlo requerido durante el desarrollo de la audiencia en alguno de los casos, no pudiendo los jueces esgrimir como argumento que los encausados siquiera hubieran renunciado a su derecho de consultar con un abogado, ya que como derecho humano fundamental, el acceso real y efectivo a la defensa, deviene irrenunciable.
Por lo demás, poco puede comprenderse la selectividad de un sistema de justicia que incluye a sus auxiliares legales –esto es los funcionarios policiales– respecto de jóvenes a los cuales se les endilga la sustracción de una o más motocicletas. De este modo, logra procederse con una velocidad inusitada, mientras que, en relación con quienes podrían haber tenido alguna participación en un delito tan repudiable como aquel del que venimos hablando, no demuestra tener la misma celeridad para determinar la responsabilidad.
Así, y llamando las cosas por su nombre, no queda más que ocuparnos del tema, como sociedad conjunta, a cuyos fines los lamentables hechos denunciados deben dejarnos una enseñanza que no es otra que aprender a visibilizar los hechos de tortura que sistemáticamente ocurren no solamente en nuestra provincia, y respecto de personas que por determinadas circunstancias se encuentran especialmente vulnerables para padecerlas. Sólo de esa manera podremos contribuir a prevenirla y erradicarla.